Menudo nombre, Suicide. Y menuda portada la de su primer álbum homónimo. El dúo formado por el vocalista Alan Vega y el teclista/multiinstrumentista Martin Rev se forma en Nueva York a principios de los años setenta, pero no es hasta 1977 que publican su primer álbum, Suicide. Un disco peligroso. Una de esas obras en que has de vigilar muy bien cuál es tu estado de ánimo antes de escucharla. No es para menos, pues el álbum de debut de Suicide es un verdadero recorrido por el horror, la angustia, la agitación emocional y el minimalismo artístico. En suma, un artefacto destinado a remover conciencias y sentimientos como pocas veces en la historia del rock nadie ha osado crear.
La propuesta musical de Suicide cayó como un jarro de agua fría en la concurrida escena neoyorquina de la época, marcada por la proliferación de bandas como Television, Blondie, Ramones o Talking Heads. El espítiru de Suicide era básicamente punk, aunque lo que más chocaba era que su música era generada mediante teclados, sintetizadores y cajas de ritmo. El componente punk del dúo era básicamente la actitud. Aunque musicalmente pueda no parecerlo, su gusto por lo primario, por lo molesto y lo agresivo era cien veces más punk que miles de discos hechos con guitarras y catalogados como tal. Sus actuaciones eran auténticas provocaciones que a menudo degeneraban en batallas campales entre músicos y público.
Suicide, el disco, es posiblemente la obra más innovadora, valiente, arriesgada y temeraria del rock de los años setenta. Su música y sus canciones son como un virus infeccioso que penetra en la sangre y los órganos internos para no irse nunca más. Es más, a medida que uno escucha el álbum, la sensación de peligro, de amenaza latente, aumenta por momentos. Es la misma sensación que se experimenta al ver películas como Alien o Depredador; la sensación de que allí fuera hay algo temible y desconocido. Y que cada vez se va acercando más y más. Y aún así, Suicide no dejaba de ser en esencia una banda de rock and roll. El registro vocal de Alan Vega se acercaba al de Gene Vincent o Elvis Presley. Los teclados de Martin Rev escupían riffs venenosos que podrían haber sido perfectamente interpretados con guitarras eléctricas. La caja de ritmos ametrallaba los oídos con bases de rockabilly mutante. Y por si fuera poco, además, inventaron el techno. Mucho antes que Soft Cell, Depeche Mode o Pet Shop Boys, Suicide fueron el primer dúo de música techno del mundo.
El primer disco de Suicide es sin duda una obra de referencia. Desde los primeros acordes de Ghost Rider ya se advierte que estamos ante algo totalmente nuevo, a pesar de que ambos músicos son profundos conocedores del más glorioso pasado de la música rock. Ese conocimiento se intuye también en temas como Johnny o Cheree, monocordes y agresivas composiciones en cuyos recovecos se revuelven los espíritus de Buddy Holly o el propio Elvis. También pueden llegar a sonar algo más delicados, como demuestran en Girl u Oh, Baby, pequeñas baladas fantasmales repletas de inquietantes reverberaciones. Pero es en el tema más largo del disco, Frankie Teardrop, donde Suicide exploran a fondo su vertiente más cruda y descarnada. Durante diez minutos de alaridos y espasmos secundados por una monstruosa instrumentación minimalista, el dúo cuenta la historia de un desheredado que mata a sangre fría a su mujer y su hijo para dispararse luego en la cabeza. La mitad del tema lo componen los gritos del protagonista mientras se encuentra agonizando.
No resulta difícil entender por qué muy pocos grupos han recogido la antorcha prendida por Suicide. Su extremismo siempre resultó incómodo. Su música era una patada certera proyectada hacia el bajo vientre de una sociedad que negaba parte de su realidad, que no quería verse retratada de forma tan agria. El sucio realismo de sus canciones incomodaba hasta la náusea a la mayoría de los consumidores. Si finalmente, un día cualquiera, decides arriesgarte y probar a escuchar este disco, tómate antes un par de tazas de tila. Lo necesitarás.