viernes, 26 de junio de 2009

MICHAEL JACKSON: UN THRILLER CON FINAL TRISTE


Off The Wall. Fuera del muro. Así se han quedado esta madrugada pasada muchos de los millones de fans que Michael Jackson, apodado por muchos como Rey del pop (¡qué manía con insistir en estas categorizaciones infantiloides y absurdas!), todavía tenía por el mundo. Jackson sufrió ayer una parada cardiorrespiratoria en su casa de Bel Air de la que ya no se recuperó y murió poco después en el hospital UCLA de Los Ángeles.

Nacido en 1958 en Indiana, en el seno de una familia disfuncional cuyo padre autoritario solía agredir con frecuencia a sus ocho hijos, Michael Jackson fue el típico niño prodigio que con apenas diez años ya se subía a los escenarios con cuatro de sus hermanos en aquella caricatura trufada de explosiones funky que eran The Jackson Five, que de la mano del sello Motown arrasaron en las listas de éxito durante los años setenta, justo hasta que Michael, con mucho el de mayor talento de la saga, decidió emprender su espectacular carrera en solitario.

Off The Wall (1979) es la obra que le abre las puertas del reconocimiento mundial. De la mano del gran Quincy Jones a la producción, y la en la discográfica CBS, Jackson sublima la herencia de los Five, Stevie Wonder, Marvin Gaye y las grandes voces femeninas del soul y fabrica un artefacto irresistible que entierra definitivamente en el pasado a su grupo seminal. Tres años después (1982), sobreviene el terremoto que revolucionó la música de los 80: Thriller. Más de cien millones de copias vendidas, todo un álbum lleno de singles, la quintaesencia del formato videoclip como fórmula de explotación y reclamo publicitario, pasos de baile convertidos en pasto de mitólogos e imitadores… Poco más que añadir a una de las obras más determinantes (por su influencia) de la música popular de las últimas décadas.

Cinco años transcurren hasta la edición de Bad, otro gran álbum que no obstante no alcanza el listón mediático obtenido por su predecesor (era imposible: Jackson nunca lo conseguiría, y quizá eso formase parte de su tragedia). Tampoco lo alcanzaron Dangerous (1991), HIStory (1995), Blood On The Dance Floor (1997) o Invincible (2001). Nunca tuvieron la más mínima oportunidad.

Entretanto, y sobre todo a partir de finales de los ochenta, Jackson dejó de ser un artista para convertirse en un personaje. Su acusado y progresivo cambio físico (¿el negro que quiso ser blanco?), sus amistades peligrosas (Liz Taylor, Brooke Shields), sus matrimonios delirantes (Lisa Marie Presley, la enfermera de nombre irreproducible), sus problemas crónicos de salud… Y como colofón de lo dantesco, como culminación a su descenso psicológico a los infiernos, los escándalos: acusaciones de pederastia, de maltrato a sus propios hijos (uno de ellos fruto de un vientre de alquiler), sus carísimos e infantiles caprichos…

¿Y la música? Pues regular, vaya. Michael Jackson, endémico Peter Pan de sí mismo, niño eterno dispuesto a jugar hasta la senectud, olvidó quién era en realidad y qué le había proporcionado el reconocimiento de millones de personas en todo el mundo. Su voz prodigiosa, su manera portentosa de bailar, el carisma que derrochaba en escenarios y grabaciones… Todo eso lo perdió, quedó sepultado bajo capas de maquillaje, burbujas de plástico y excentricidades propias de una inmadurez de corte nihilista. Fue un elfo truncado, un hada autolesionada a base de olvidar sus verdaderos dones, su verdadera magia.

Hace escasos meses, quizá fruto de un último estertor de sensatez, anunció su vuelta a los escenarios. No tuvo tiempo. Billy Jean ya no volvió a bailar. Off The Wall. Despedida y cierre.

jueves, 18 de junio de 2009

CRÓNICAS METÁLICAS: EL NACIMIENTO DE UN GÉNERO


Los principios y los finales suelen ser materias farragosas y peliagudas en esto de los géneros musicales. ¿Dónde y cómo empieza a generarse un estilo agresivo y lacerante, épico y eléctrico, que arrastraba tras de sí a hordas de seguidores incondicionales como el Heavy Metal? ¿Cuándo se bautiza este nuevo género, de características catárquicas y virulentas, como Heavy Metal? La raíz del nombre es ya bastante conocida: un buen día, el falllecido escritor William Burroughs publica su novela Nova Express (1964), en la cual aparece un personaje (una especie de bandido intergaláctico) llamado Willie The Heavy Metal Kid; años más tarde, el crítico de rock Lester Bangs se atribuye el mérito de utilizar el apelativo Heavy Metal para bautizar ese nuevo género musical que está asolando medio planeta.

Ahora bien, la cuestión del nacimiento musical propiamente dicho de un nuevo estilo es tarea más ardua. Usaré dos parámetros para que todos comprendamos qué es y de dónde proviene el heavy metal. Uno es el del estilo y/o estilos que lo generan, de los cuales se nutre en un principio y desde los cuales evoluciona; el otro es el de los ingredientes propios, definitivos y definitorios del heavy metal como género propio. Estos últimos, ingredientes indispensables para una primera codificación e identificación de las nuevas bandas de heavy, eran el riff de guitarra (cuyas primeras apariciones datan de temas como Satisfaction, You Really Got Me o I Can´t Explain, de Rolling Stones, Kinks y Who, respectivamente), el uso de distorsionadores y otros efectos para las guitarras, los ritmos pesados y contundentes, las voces agudas, de carácter épico y/o abracadabrante, y el protagonismo de la guitarra solista.

El último ingrediente nos aporta una pista inmejorable para rastrear el pasado. El papel que a lo largo de los años sesenta irá asumiendo la guitarra en el mundo del rock será determinante para la aparición del heavy metal primerizo. Y, precisamente, el estilo que permitirá a la guitarra liberarse definitivamente de su rol de instrumento rítmico y convertirse en el instrumento por antonomasia del rock, obteniendo un peso preponderante y casi tiránico, será el blues rock, que, sin olvidar algunas aportaciones de grupos del rock psicodélico como Vanilla Fudge o Iron Butterfly y su sonido oscuro y telúrico, es la principal fuente de la que se nutre el aún no nacido heavy metal.

En efecto, del blues rock británico de la primera mitad de los años sesenta (Paul Butterfield, John Mayall, Alexis Korner), a su vez deudor del rhythm&blues del Chicago de los años 50 (Muddy Waters, John Lee Hooker, Howlin´ Wolf), surgieron una serie de bandas y de músicos (guitarristas, claro) que iban a resultar decisivos en la revolución que viviría la guitarra eléctrica en los años siguientes. Los nombres están en la mente de todos: Eric Clapton, Jimi Hendrix, The Yardbirds, Cream, Jeff Beck, Ten Years After y, en última instancia, Led Zeppelin, van a ser los que empujen el rock, vía el blues rock desenfrenado, hasta las puertas del heavy metal.


(Continuará...)

lunes, 15 de junio de 2009

RORY GALLAGHER: LA GUITARRA SINCERA


Ayer, 14 de junio, se cumplieron catorce años de la muerte del guitarrista irlandés Rory Gallagher, y creo obligado realizar un pequeño homenaje a este esforzado trabajador del rock y el blues.

No importaba el año ni la estación climatológica en curso. Siempre llevaba puestos unos tejanos, y muy a menudo una camisa a cuadros o una gastada y sencilla camiseta. El pelo, siempre largo, recordaba ineludiblemente a las estampas de los años setenta, las que muchos conocimos cuando comenzamos a interesarnos en esto del rock y sus derivados. Para la mayoría, su imagen estaba asociada a la de una época y una manera determinada de escuchar y entender la música. Su guitarra, vieja, desvencijada, casi arrugada por el uso, era su vehículo de expresión, su amante, su amiga, su compañera infatigable. Rory Gallagher era tímido, apolítico, muy educado, borrachín, anárquico en su trabajo, amante del cine y, como buen irlandés, profundamente religioso. Y sobre todo era sincero. Para darse cuenta de ello bastaba con escuchar cualquiera de sus discos y oírle tocar la guitarra con esa claridad espumosa y jovial que siempre fue su sello distintivo. Es cierto que cuando murió, hacía bastantes años que su nombre había dejado de aparecer periódicamente en la prensa especializada, que la atención y la fama de las que gozó en los 70's había quedado atrás y que incluso tenía problemas para publicar sus últimos trabajos. Perra vida.

Rory Gallagher nació en marzo de 1949 en la localidad de Ballyshannon, en el condado de Donegal, situado al norte de la República de Irlanda, a pesar de que a los pocos meses su familia se trasladó a la ciudad portuaria de Cork, donde a tiernas y tempranas edades comenzó a desarrollar su inquietud musical merced a la escucha de viejos discos de Chuck Berry, Eddie Cochran, Buddy Holly o Lonnie Donegan, uno de sus primeros y principales ídolos e influencias musicales. A los quince años ingresa como guitarrista en una banda llamada Fontana Show Band, especializada en amenizar parties y bailes diversos en clubs de media Europa, y que más tarde se rebautizaría con el nombre de The Impact, con los cuales se fogueó a conciencia durante la segunda mitad de los 60's. Cansado de tocar temas ajenos para que el público bailase y se entretuviera, Rory dejó a The Impact y decició formar su propio grupo, un trío casi legendario llamado Taste complementado por el bajista Richard McCracken y el batería John Wilson. En 1969 firman por el sello Polydor y comienzan una corta pero fecunda carrera durante la cual publicarían discos como Taste, On The Boards, Live Taste y At The Isle Of Wight, fraguándose un estilo en cierta manera precursor del rock duro de los 70's hasta la desintegración de la banda en 1971. Tras el óbito de Taste, Gallagher emprenderá una larga trayectoria en solitario tras buscarse un par de nuevos compinches en las personas del bajista Gerry McAvoy y el batería Wilgar Campbell. Comenzaba la época dorada de Rory.

Ya en sus primeros discos (Rory Gallagher, Deuce, Live In Europe, Blueprint, Tattoo), Rory lo tuvo muy claro: sección rítmica escueta y funcional, producción parca o simplemente inexistente, protagonismo absoluto de la guitarra y, sobre todo, mucho rock, mucho blues, algo de country y de música tradicional, y toneladas de entrega y sencillez. Ésta era su marca de fábrica, una fe ciega en lo que hacía, una sinceridad brutal y una absoluta carencia de artificios y sofisticaciones innecesarias en una música tan cruda y visceral como la propia personalidad de Gallagher. Todo ello era más apreciable aún si cabe en sus conciertos. Por encima de sus producciones discográficas, Rory Gallagher siempre fue un músico que daba lo mejor de sí mismo subido a un escenario, un lugar en donde su temperamento, calmado y tranquilo de natural, se transformaba para convertirse en un torrente de vitalidad y energía electrizante. Precisamente, el fin de esta primera etapa en solitario acaba con la edición de un brutal álbum en directo, Irish Tour' 74, en el que Rory demuestra a las claras qué es capaz de hacer con su vieja Stratocaster del 62 entre las manos. Luego, un poco de descanso. Seis discos en tres años (a los que hay que sumar sus colaboraciones en álbumes de Mike Vernon, Muddy Waters, Jerry Lee Lewis o su ídolo Lonnie Donegan) constituían un ritmo infrahumano que hasta un rudo bebedor irlandés como Rory debía replantearse. Y así lo hizo.

Against The Grain (1975) fue un disco de transición en la carrera de Gallagher, más riguroso e intimista que sus predecesores. Antes, incluso se había permitido rechazar una oferta de los Rolling Stones para cubrir la plaza vacante dejada por Mick Taylor para continuar con su viejo pero intemporal rollo de siempre. Es entonces cuando, bien aconsejado por Chrysalis, su nueva compañía discográfica, Rory decide ponerse en las manos de un productor reputado (Roger Glover, ex-bajista de Deep Purple) y dejar de autoproducirse (es una manera de hablar, ya que sus discos se grababan normalmente en cuatro o cinco días y sin apenas remezclas). Calling Card, publicado en 1976, es uno de los mejores álbumes del irlandés, cada vez mejor arropado por su banda (que cuenta con nuevo batería, Rod De Ath, y con el teclista Lou Martin desde hace algunos años) y cada vez demostrando un mejor dominio de las seis cuerdas. Encantado con su nuevo disco, Gallagher emprende un pequeño giro a su carrera. Se deshace de De Ath y Martin y, en compañía de su fiel McAvoy, ficha al batería Ted McKenna y vuelve al formato trío para la que será la etapa más fructífera y conocida de toda su trayectoria. Dos años tocando y grabando con su nueva formación, y en 1978 aparece publicado Photo Finish, un álbum más bronco, duro y enrockecido que sus anteriores producciones y en el que la densidad eléctrica proporcionada por su Fender adquiere tintes quasi metálicos en una época en que se apresta a competir duramente con guitar heroes del calibre de Johnny Winter o hasta el salvaje Ted Nugent. En la misma línea se sitúa su siguiente trabajo, Top Priority, un disco que sigue la senda del rock más decibélico y energético de aquellos últimos compases de los 70's, y que hacían presagiar el nacimiento de un nuevo dios de la guitarra de carácter universal.

Pero no fue así. Rory Gallagher no se convirtió en una estrella guitarrera; aun hoy no es posible saber por qué. Lo cierto es que su figura se fue eclipsando durante la década de los ochenta, y su nombre fue paulatinamente olvidado por el gran público, a pesar de publicar trabajos interesantes como Jinx (1982) o Fresh Evidence (1990), éste último editado por su propia firma, Capo Records, ante el desinterés generalizado de las grandes compañías discográficas. Ni sus contínuas y prolongadas giras por todo el mundo, ni sus coqueteos con los más variopintos macrofestivales benéficos al uso (Self Aid, etc), ni su entrega a prueba de bomba y su música claramente intemporal pudieron sacarle del ostracismo.

Su carrera se diluyó con el paso del tiempo, y ya pocos le recordaban. Su afición a la bebida le había ido destrozando poco a poco el hígado hasta que en abril de este año se sometió a un trasplante del citado órgano, saldado al parecer con relativo éxito. Pero complicaciones posteriores volvieron a agravar su estado de salud hasta que el 15 de junió de 1995 murió en Londres a los 47 años de edad. Una lástima, de verdad. Para muchos se fue un viejo músico de blues y rock, un oscuro y semiolvidado nombre perteneciente a la década de los setenta; para otros, nos ha abandonó un gran guitarrista, uno de los mejores exponentes del blues rock blanco de todas las épocas. No somos nadie.

jueves, 11 de junio de 2009

UNA ENTRADA NO MUSICAL


Esta es la primera entrada del blog que no tiene que ver con la música, aunque su contenido (permitidme la licencia) es auténtica música celestial para mí. Resulta que en en mis escasos ratos libres dedico de vez en cuando un tiempo a escribir, mi otra gran pasión. Además, mi osadía llega al extremo de atreverme a enviar el resultado de esas pocas (para mi gusto) horas a algún concurso literario que otro, con la pretensión de que alguien se apiade de mí y reconozca mis desvelos literarios.
Pues bien, resulta que hoy he recibido dos estupendas noticias: uno de mis relatos, titulado Los hombres de Schrödinger, ha recibido una mención de calidad del jurado del I Concurso de Relato Breve Fantástico de la asociación cultural Forjadores; y por otro lado, otro de ellos bautizado como El guardián del puente del arco iris ha sido galardonado con un accésit y otra mención especial del jurado en el I Premio de Novela Corta de la revista literaria Katharsis.
Si a esto se le une que hace unos meses también recibí otra mención honorífica por otro relato titulado Hijo de dos mundos en la IX edición del Premio Libro Andrómeda, es razonable suponer que en estos momentos no quepo en mí de gozo.
Sí, ya sé que alguno pensará: mira este, pavoneándose aquí y pasándole a la gente por la cara que escribe y que encima hay un puñado de despistados que se lo reconocen. Pues sí, es lo que hay. Ya no tengo abuela (snif) y me parece totalmente lícito aprovechar este espacio para dar rienda suelta a mi alegría. Mil perdones.

martes, 2 de junio de 2009

LA MÁQUINA DE VAPOR


Tal día como hoy, hace la friolera de 68 años, vino al mundo el señor Charlie Watts, eficiente y rocoso batería de The Rolling Stones. Músico oscuro y preciso, de bajo perfil mediático, sempiternamente eclipsado por el brillo de sus archipopulares compañeros, Watts es uno de los tres miembros fundadores de los Stones, junto a Mick Jagger y Keith Richards, que ha permanecido en la banda desde aquel lejano 1962 en que se dieron a conocer al mundo, y ese mundo los adoró y los odió a partes casi iguales. Al menos era así a finales de los años sesenta, el momento álgido del grupo, la cumbre de su creatividad y de su influencia musical, social y mediática.

Es un buen momento para rescatar del pasado (que no del olvido) uno de los álbums más emblemáticos de los Stones, Sticky Fingers. Pongámonos en antecedentes. 1969 fue un año crucial para la trayectoria de la banda. Fue el año en que murió Brian Jones y fue sustituido por el guitarrista Mick Taylor, con el cual se grabó ya parte del excelente Let It Bleed. También fue el año de la gira americana que terminó con el desastre del concierto de Altamont, donde un espectador, pistola en mano, fue apuñalado por el servicio de seguridad del grupo. Fue asimismo el año en que los Stones terminaron su contrato con el sello Decca y se decidieron a montar su propia discográfica, hartos de las peleas con los ejecutivos de Decca por el contenido de esta letra o aquella portada.

Las canciones de Sticky Fingers comenzaron a grabarse ya en 1969, aunque no sería hasta 1971 que el disco vería la luz. Una controvertida portada diseñada por Andy Warhol, que mostraba la exuberante zona pélvica de Mick Jagger, envolvía las diez canciones del álbum como una inequívoca declaración de intenciones. Por lo que al contenido se refiere, estamos ante una descomunal demostración de rock esencial salpicado con la más contundente declaración de amor por la música negra que los Stones hayan realizado en su larga trayectoria. Riffs eléctricos de inagotable vigencia, apasionadas pinceladas acústicas, una colección de músicos amigos rebosantes de indudable maestría, y un sonido de apabullante presencia, son sus principales y bien engrasadas armas. ¿Las canciones? Bastaría con mencionar que Sticky Fingers contiene joyas imperecederas como Brown Sugar, Wild Horses, Bitch o Dead Flowers para hacerse una idea del inapelable contenido del disco. Pero no sería suficiente para hacerse una idea exacta de su tremenda calidad. Así como en otras obras anteriores de la banda, como Beggars Banquet, existía un eje estilístico común en todas las canciones, en Sticky Fingers es la versatilidad de géneros su principal fuente de mágica atracción.

Una versatilidad que nos lleva desde el rock sucio y cortante de Brown Sugar o Bitch al blues de You Gotta Move o I Got The Blues. De la exquisitez de los aires country de Wild Horses o Dead Flowers hasta los desarrollos progresivos de Can You Hear Me Knocking. De la irreverencia de Sister Morphine a la exquisitez mayestática de Moonlight Mile. En suma, todo un compendio de los diferentes palos que por aquel entonces los Rolling Stones tocaban como nadie. Por si fuera poco, todo el álbum además desprende una creciente adicción provocada por su fuerte carga de refinamiento musical, aderezado por una extraña atracción animal, una urgencia sensual claramente palpable y unas letras cuyo cruce entre realismo sucio y visiones delirantes adquieren un enorme protagonismo. Es el caso, por ejemplo, de Sister Morphine, con párrafos estremecedores como este:

Aquí estoy, en la cama de un hospital. Dime, hermana morfina, ¿cuándo vendrás a visitarme otra vez?

Es muy posible que Sticky Fingers pueda considerarse como la cumbre creativa de los Rolling Stones, por encima de la hiriente huida hacia delante que supuso Beggars Banquet, o de la desgarrada inmediatez de Exile On Main Street. Un álbum pletórico, rico en matices, duro y delicado a la vez. Una auténtica piedra preciosa cuyo valor y calidad siguen intactos con el paso de los años. Un mágico caleidoscopio de rock and roll cuyo mensaje podría resumirse en una de las estrofas del tema Wild Horses:

Tengo mi libertad, pero no tengo mucho tiempo. Rota la fe, sólo nos queda llorar. Vivamos un poco después de que el amor muera.

Si algo se resiste a morir, son los buenos, viejos y grandes discos como este. ¡Ah, y felicidades a Charlie Watts!