Una de las bandas de rock más legendarias, míticas, aclamadas y añoradas de la historia del rock es sin duda New York Dolls. No hay crítico o periodista musical que no los cite como una de las principales referencias del rock de los años setenta, como precursores del punk rock, como transgresores de la estética rock, como iconos del rock urbano y neoyorquino… Y eso que tan sólo publicaron dos álbumes: New York Dolls (1973, producido por Todd Rundgren), y Too Much Too Soon, de 1974; el resto son directos, descartes, reediciones, etc.
Pero es cierto que los Dolls tuvieron una agitada carrera. Su sonido sucio y urgente, su estética de travestidos degenerados, el paso de Malcolm McLaren por sus filas como manager (llegó a hacerles tocar vestidos de cuero rojo y con una bandera comunista de fondo… ¡en Estados Unidos!), en fin, todo ello contribuyó a edificar una leyenda que aún hoy perdura: la de unos salvajes visionarios que se adelantaron a su tiempo y cuyo bagaje musical y trágica trayectoria posterior (sólo dos de sus componentes siguen vivos) les hacen formar parte, y en un lugar destacado, del panteón de la música rock con todos los honores.
En los New York Dolls militó el gran Johnny Thunders, y también los baterías Jerry Nolan y Billy Murcia, y el bajista Arthur Kane, todos ellos fallecidos. Y también formaron parte del grupo el cantante David Johanssen y el guitarrista Silvayn Sylvain, los dos componentes que justo ahora anuncian nuevo disco (el tercero tras su reunificación en 2004) y gira correspondiente. Nada original, seguramente, y por supuesto lejos de la sensación de peligro y transgresión que su música y su imagen transmitían hace más de 35 años.
Pero por suerte la música siempre queda grabada. Así que no los conoces muy bien y no sabes quiénes eran los Dolls, agénciate cualquiera de sus dos discos oficiales de los setenta. Comprobarás que canciones como Personality Crisis, Vietnamese Baby, Trash, Jet Boy, Babylon o Looking For A Kiss siguen siendo tremendos pedazos de rock anfetamínico y visceral, trallazos de adrenalina nerviosa que subvertían los cánones del rock americano de aquellos años; el andamiaje primario sobre el que más tarde se construyó el efímero edificio del punk rock. En dos palabras, im-prescindibles.