martes, 2 de junio de 2009

LA MÁQUINA DE VAPOR


Tal día como hoy, hace la friolera de 68 años, vino al mundo el señor Charlie Watts, eficiente y rocoso batería de The Rolling Stones. Músico oscuro y preciso, de bajo perfil mediático, sempiternamente eclipsado por el brillo de sus archipopulares compañeros, Watts es uno de los tres miembros fundadores de los Stones, junto a Mick Jagger y Keith Richards, que ha permanecido en la banda desde aquel lejano 1962 en que se dieron a conocer al mundo, y ese mundo los adoró y los odió a partes casi iguales. Al menos era así a finales de los años sesenta, el momento álgido del grupo, la cumbre de su creatividad y de su influencia musical, social y mediática.

Es un buen momento para rescatar del pasado (que no del olvido) uno de los álbums más emblemáticos de los Stones, Sticky Fingers. Pongámonos en antecedentes. 1969 fue un año crucial para la trayectoria de la banda. Fue el año en que murió Brian Jones y fue sustituido por el guitarrista Mick Taylor, con el cual se grabó ya parte del excelente Let It Bleed. También fue el año de la gira americana que terminó con el desastre del concierto de Altamont, donde un espectador, pistola en mano, fue apuñalado por el servicio de seguridad del grupo. Fue asimismo el año en que los Stones terminaron su contrato con el sello Decca y se decidieron a montar su propia discográfica, hartos de las peleas con los ejecutivos de Decca por el contenido de esta letra o aquella portada.

Las canciones de Sticky Fingers comenzaron a grabarse ya en 1969, aunque no sería hasta 1971 que el disco vería la luz. Una controvertida portada diseñada por Andy Warhol, que mostraba la exuberante zona pélvica de Mick Jagger, envolvía las diez canciones del álbum como una inequívoca declaración de intenciones. Por lo que al contenido se refiere, estamos ante una descomunal demostración de rock esencial salpicado con la más contundente declaración de amor por la música negra que los Stones hayan realizado en su larga trayectoria. Riffs eléctricos de inagotable vigencia, apasionadas pinceladas acústicas, una colección de músicos amigos rebosantes de indudable maestría, y un sonido de apabullante presencia, son sus principales y bien engrasadas armas. ¿Las canciones? Bastaría con mencionar que Sticky Fingers contiene joyas imperecederas como Brown Sugar, Wild Horses, Bitch o Dead Flowers para hacerse una idea del inapelable contenido del disco. Pero no sería suficiente para hacerse una idea exacta de su tremenda calidad. Así como en otras obras anteriores de la banda, como Beggars Banquet, existía un eje estilístico común en todas las canciones, en Sticky Fingers es la versatilidad de géneros su principal fuente de mágica atracción.

Una versatilidad que nos lleva desde el rock sucio y cortante de Brown Sugar o Bitch al blues de You Gotta Move o I Got The Blues. De la exquisitez de los aires country de Wild Horses o Dead Flowers hasta los desarrollos progresivos de Can You Hear Me Knocking. De la irreverencia de Sister Morphine a la exquisitez mayestática de Moonlight Mile. En suma, todo un compendio de los diferentes palos que por aquel entonces los Rolling Stones tocaban como nadie. Por si fuera poco, todo el álbum además desprende una creciente adicción provocada por su fuerte carga de refinamiento musical, aderezado por una extraña atracción animal, una urgencia sensual claramente palpable y unas letras cuyo cruce entre realismo sucio y visiones delirantes adquieren un enorme protagonismo. Es el caso, por ejemplo, de Sister Morphine, con párrafos estremecedores como este:

Aquí estoy, en la cama de un hospital. Dime, hermana morfina, ¿cuándo vendrás a visitarme otra vez?

Es muy posible que Sticky Fingers pueda considerarse como la cumbre creativa de los Rolling Stones, por encima de la hiriente huida hacia delante que supuso Beggars Banquet, o de la desgarrada inmediatez de Exile On Main Street. Un álbum pletórico, rico en matices, duro y delicado a la vez. Una auténtica piedra preciosa cuyo valor y calidad siguen intactos con el paso de los años. Un mágico caleidoscopio de rock and roll cuyo mensaje podría resumirse en una de las estrofas del tema Wild Horses:

Tengo mi libertad, pero no tengo mucho tiempo. Rota la fe, sólo nos queda llorar. Vivamos un poco después de que el amor muera.

Si algo se resiste a morir, son los buenos, viejos y grandes discos como este. ¡Ah, y felicidades a Charlie Watts!

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