martes, 10 de febrero de 2009

EL HOMBRE QUE PREFIRIÓ LA ARENA AL AIRE


Nada menos que cinco Grammys ha cosechado este año la colaboración entre Robert Plant, ex cantante de Led Zeppelin, y la cantante Alison Krauss, una veterana revisionista del legado folk y blues norteamericano. Su álbum Raising Sand ha roto todas las previsiones y ha sido el protagonista casi absoluto (con perdón de Coldplay, Lil Wayne o Radiohead) en el Staples Center de Los Angeles.

En El Periódico de Catalunya, el periodista Nando Cruz firma una acertada pieza acerca de los avatares que han rodeado la grabación de Raising Sand. Su título lo dice todo: El disco más caro del siglo XXI (yo casi diría que de toda la historia de la música). ¿Por qué? Fácil: porque para grabarlo Robert Plant renunció al más suculento negocio musical que hoy en día la industria puede tramar para resurgir de sus cenizas, nada menos que la reunión definitiva de Led Zeppelin para grabar nuevas canciones y salir de maratoniana gira por todo el mundo llenando estadios, portaaviones, pistas de aeropuertos y lo que se terciase, que ellos son capaces de eso y más.

La encrucijada que debió resolver Plant no era baladí: pasar un año aullando los gloriosos aunque consabidos estribillos de Stairway To Heaven o Whole Lotta Love a través de cinco continentes, o recluirse en un pequeño estudio de grabación junto a una artista casi desconocida fuera de Estados Unidos para grabar un trabajo sorprendente, intimista, árido y en apariencia con escasos visos de convertirse en éxito de ningún tipo. Chapeau para Plant. No se dejó tentar “por un puñado de dólares” (bueno, seguro que serían algunos puñados). Hizo lo que quería, lo que sus intestinos y sus gónadas le pedían. Renunció al viejo circo del rock and roll, dejó plantados a Jimmy Page y John Paul Jones, y prefirió trabajar con Krauss y el productor T-Bone Burnett en una aventura llena de incógnitas pero cuya singladura le ha terminado llevando a un puerto perfectamente abrigado.

¿Hay moraleja en esta historia? Quizá. Según cómo se mire. Desde mi punto de vista, en todo caso demuestra una cosa: que el dinero no lo es todo, que la independencia de criterio existe, y que un viejo rockero curtido en mil batallas y que aparentemente podría estar de vuelta de todo puede dejar de lado el negocio más rentable del mundo para disfrutar cantando unas canciones sencillas, brumosas, tenues como un hálito marino. Y, paradojas de la vida, ser finalmente recompensado por ello por la propia industria, a la cual le negó, llevado por su indomable individualismo, el negocio más espectacular del presente siglo. ¡Torero!

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