¿Nunca has leído algo acerca de un concierto al que no has asistido pero que ha sido recreado docenas de veces en tu cabeza? Has leído acerca de él, lo has escuchado (es posible que incluso forme parte de tu colección), puede que hasta lo hayas visto en DVD o en Youtube... pero no estuviste allí. ¿O sí?
Madison Square Garden, Nueva York, 26 de Julio de 1972. Los Rolling Stones están a punto de cerrar la gira americana en la que han presentado su último disco, Exile On Main Street, una gira que les ha llevado por toda Norteamérica durante varios meses y en la que han vivido muchas y variopintas aventuras. Pero este día es especial también por otra cosa: es el 29 cumpleaños de Mick Jagger. Y todo el mundo sabe que eso significa algo, pues es la propia banda la que va ofrecer un regalo: uno de los mejores conciertos que los Stones hayan dado jamás. Una actuación que pasará a ser, desde esa misma noche, legendaria.
En efecto, la propia gira americana de los Stones ha sido en sí misma todo un acontecimiento de masas. Durante su periplo, la banda ha dormido en la mansión del dueño de la revista Playboy, Hugh Heffner, han sufrido arrestos por parte de la policía, han sido acompañados por escritores como Truman Capote o Robert Greenfield, y han sido filmados para una película que se titulará Ladies & Gentleman, The Rolling Stones. Pero sobre todo han demostrado que estaban en su mejor momento, que su sucio, fiero y viejo rock and roll ha infectado las ciudades americanas, inoculando en sus calles toda la fuerza del indomable virus que el quinteto británico es capaz de generar. Y eso es mucho decir.
Probablemente hablamos de la gira más famosa de toda la historia del rock. Una gira que ha quedado en los anales de la historia como una radiografía de excesos, triunfo, sudor, vida salvaje y puro rock and roll. Un total de 48 conciertos en ciudades de Estados Unidos y Canadá compusieron dicha gira a lo largo de tres meses, gira en la que estuvieron acompañados por el pianista Nicky Hopkins, el saxofonista Bobby Keys y el trompetista Jim Price, y cuyo telonero de lujo fue nada menos que Stevie Wonder.
En la cresta de la ola, en la cima de su inconmensurable poder, The Rolling Stones se reinterpretan a sí mismos para deleitar al público con un repertorio inmaculado en el que no faltan clásicos como Brown Sugar, Gimme Shelter, Jumping Jack Flash, Street Fighting Man o Mignight Rambler. Ni tampoco temas de su recién estrenado álbum como Rocks Off o Tumbling Dice, ni esas joyas que salpican sus conciertos y a las que ellos sacan nuevo brillo y vigor como Love In Vain, uno de los momentos álgidos del concierto, igual que sucede con la interpretación de You Can’t Always Get What You Want.
Un Mick Jagger pletórico de fuerza y agresividad, un Keith Richards preciso y certero como un cuchillo, y un Mick Taylor sencillamente genial a la guitarra solista, asaltan el Madison Square Garden esa calurosa noche de julio y dejan a los asistentes literalmente pegados a sus asientos. El rock se ha hecho carne y sangre, y allí está, en pleno escenario neoyorquino, gritando y bailando y saltando y ofreciendo su impío ritual, una vez más, aunque ni mucho menos una de tantas.
Esa noche, como muchas otras, el mensaje atávico del rock, su energía oscura y dinámica, su fiereza y trasgresión, se hacen sólidos y reales. Y nadie protesta ni dice nada en contra. No pueden, porque ante ellos se ha encarnado Su Satánica Majestad el Rock And Roll, que ha venido a la Tierra de la mano de sus mejores acólitos. Sencillamente, la mejor banda de rock and roll del mundo: The Rolling Stones.
Sí, yo no estuve allí, y tú tampoco, claro. Pero hubiésemos vendido nuestra alma al diablo, o al menos un buen pedazo de ella, por estar esa noche en el lugar en que el Rock and Roll se paseó por la Tierra y se encarnó fugazmente entre nosotros.
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