La banda británica Tindersticks realizará tres conciertos el próximo mes de febrero, el día 8 en Barcelona (l'Auditori), el 9 en Madrid (Teatro Häagen Dazs) y el 10 en San Sebastián (Teatro Victoria Eugenia). Tindersticks aprovecharán estos shows para presentar en directo su último trabajo de estudio, The Hungry Saw, un álbum realizado por tres de los miembros originales, Stuart Staples, David Boulter y Neil Fraser, a quienes se les han unido Thomas Belhorn a la batería y Dan McKinna al bajo.
Hay muy pocos grupos que en los últimos quince o veinte años se hayan significado por poseer un sonido y una personalidad irremplazables. Pueden contarse con los dedos de una mano las bandas capaces de hipnotizar a una audiencia a base de arriesgar y mantener una forma de funcionar totalmente independiente. Y sólo hay un grupo cuya música tenga la profunda belleza y melancolía capaz de ilustrar esos momentos en que uno se enfrenta a sí mismo y a su propia soledad. Ese grupo se llama Tindersticks.
Su música, árida y doliente, suena desnuda y cruda a pesar de los ornamentos que, en forma de arreglos de cuerda y viento, salpica sus tristes y desoladoras canciones. La música de Tindersticks hiere, duele y sacude el alma. Sus canciones hablan de madrugadas pasadas en plena desesperanza, de amores perdidos, de melancolía eterna. La escucha de sus temas es una experiencia auditiva en toda regla, un auténtico terremoto emocional que repercute directamente en el corazón del oyente con sensibilidad. Estamos ante una obra (siete discos de estudio ya) de romanticismo decadente, un fondo musical apto para la decepción y el desengaño amoroso.
Yo particularmente adoro este grupo, al que he tenido ocasión de ver en cinco ocasiones actuando en directo. Recuerdo especialmente la primera vez que los vi, en septiembre de 1995, recién publicado su segundo álbum, Tindersticks II. Recuerdo las cálidas luces del escueto escenario de la Plaça del Rei de Barcelona, unas luces que contribuían a rejuvenecer la imagen de su cantante Stuart Staples, que cuando canta produce la impresión de encarnar a un ser de mil años de edad, a un alma vapuleada por dramas, rupturas y adversidades sin cuento. Su música, interpretada sin concesiones ante las 2.000 personas que se agolpaban extasiadas en el improbable escenario de piedra gótica y luz crepuscular, sigue hiriendo y continúa resultando tan desoladora y tristemente humana en directo (o más) que en sus álbumes. Aquí no hay lujosos arreglos. No hay secciones de cuerda o metal ni voces femeninas que puedan paliar el desánimo existencial de unas canciones que arañan las fibras sensibles del oyente. Decadencia, bendita decadencia. Recuerdo el escalofrío que sentí aquella noche, una noche en la que el tiempo se detuvo por completo (¿en serio duró el concierto una hora y cuarto? ¿no fueron cinco minutos? ¿toda una vida?).
Algunos lo llamarán pop de cámara, y otros ni siquiera lo llamarán pop. No importa, pues estamos ante el sonido de una épica conmovedora y trágica. Ante el lamento del que pierde un amor que lo desborda, incapaz de retenerlo ni comprenderlo. Pocas veces como en este disco se ha conseguido ponerle música a los tenues latidos de un alma en ruinas. Si quieres asistir a un aquelarre emocional de dimensiones homéricas, no lo dudes: este es tu concierto.
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